Por Carlos E. López Castro (editorial escrito en marzo de 2017)
Al ser usuario del Sistema de Bicicletas Púbicas, “Encicla”, liderado por Área Metropolitana, llegué a una conclusión: En Medellín, para disfrutar la idea quijotesca de montar en bicicleta, se debe batallar, volando contra los molinos de viento llamados carros, motos, ventas ambulantes y peatones.
Confieso que aprendí a montar en bicicleta ya "muy viejo", a los 14 años, sin ayuda de nadie. Fue un acto solitario, como quien se atreve a leer el primer libro sin que nadie se lo imponga. Ante semejante proeza familiar, mi padre, me hizo el mejor regalo que he recibido en toda mi vida: una Monark. Fue en 1979, cuando cumplí mis quince. Él, durante muchos años atrás, para ir a trabajar, se transportó en bicicleta, desde el barrio Santa Cruz, La Rosa, hasta donde hoy queda ruta N, donde estuvo antiguamente Editorial Granamérica.
Recuerdo que algunos vecinos, en un tono entre sarcástico y envidioso, decían: “Jemmm, bicicleta de cartero o de paletero”. Era el mismo estilo de bicicleta de quienes repartían las cartas o vendían paletas. Yo, feliz. El insulto me hacía sentir como si fuera el cartero que llevaba, por escrito, los mejores mensajes indelebles de amor.
Entre muchos vuelos de libertad en bicicleta, recuerdo haber recorrido todas las calles amplias del barrio Prado y la aventura más extensa: haber llegado ida y vuelta hasta el municipio de Amagá.
Mi juventud transcurrió entre estudio, trabajo, fútbol en la calle y bicicleta en el día. En la noche, mis mejores sueños fueron cuando me sentía volar. Pero no iba solo. Iba montado en una bicicleta.
Corría el año 1988. Un día, salía de mi trabajo en el barrio San Benito y me dirigía en mi bicicleta, no la del cartero sino otra de cambios. Llevaba la vía al pasar por la glorieta de Fatelares, en el sector de la Minorista. Como un espanto, se me atravesó un conductor imprudente con su bus de Aranjuez. Al ver que yo iba a chocar por un lado, traté de ir paralelo al carro. La llanta de atrás pisó la trasera de mi bicicleta. Como un milagro, no supe cómo mis pies salieron de las punteras que me amarraban a los pedales. En fragmentos de segundos, en el aire, pensé que al caer al pavimento debía hacer algún movimiento para rodar. El ring de mi bicicleta quedo vuelto un ocho. Por fortuna, atrás no venía ningún vehículo, para poder contar la historia. Desde el día de ese accidente, sumado a unas molestias en la columna, prometí no volver a montar en bicicleta.
Pero 28 años después, en 2016, luego de la costumbre, durante varios meses, de estar caminando 30 minutos diarios, decidí volver a la bicicleta con el Sistema de Bicicletas Públicas del Área Metropolitana, “Encicla”. Luego de inscribirme por internet, el día que activé mi tarjeta cívica para hacer uso de las bicicletas, utilicé dos de las 51 estaciones. Desde el Área Metropolitana, en la calle Los Huesos, me dirigí hacia el Jardín Botánico. En el sector de La Alpujarra, frente a la Plaza de La Libertad, la vía estaba despejada. Después de 28 años, yo volví a pedalear con el cambio en tres. El viento aleteaba mi ropa. En retrospectiva, sentí el sueño constante de la juventud. Volé, pero no iba solo. Iba montado en una bicicleta.
Un costeño imprudente, atravesado en la ciclorruta en Carabobo, al sonarle la campana me dijo con ironía:
–Pídele al Presupuesto Participativo una moto.
–No contamino el planeta –le grité–.
Varios días después, he visto el Sistema colapsado. En la Estación Universidad, en la mañana, después de las 8, ya no hay bicicletas. En Ruta N, la estación automática no reconoce varias bicicletas quedando ancladas sin poder ser usadas. Y ese obstáculo sí que pone a volar a cualquiera.
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