Por Jesús Peláez Álvarez . 1917 - 2008
(Crónica publicada en la Revista Historias Contadas # 83)
El insólito caso ocurrió en Miami mientras esperaba la salida de un avión de la compañía Branif que volaría rumbo a Dallas. A las 5 y 5 minutos de la tarde partiría el jumbo que habría de transportarme. Mi destino era Arlington, pueblo del sur de los Estados Unidos, al que llegaría por vía terrestre, después de sobrevolar Dallas.
Sin hablar inglés, y sin reconocer el enorme laberinto que es la inmensa ciudadela del gran aeropuerto, opté por buscar desde tempranas horas, la sala de espera en la que funcionan los altavoces que anunciarían el vuelo en el que yo viajaría.
La sala, en un principio casi vacía, iba llenándose gradualmente de personas que tomarían el mismo vuelo.
EL DRAMÁTICO ENCUENTRO
Vi a un hombre alto y flaco, moreno, de grandes bigotes negros, de perfecta dentadura blanca, de movimientos ágiles; acusando una extraordinaria elasticidad. De ojos pequeños en los que restallaban extraños y fulgurantes cambios.
Nunca olvidaré el poder atrayente de esos extraños ojos que se achicaban al mirarme de frente; mirándome así, la extraña luz que emitían, recogíase, adelgazábase penetrando casi hasta lastimarme los ojos que no podían soportar la candencia de aquella luz abrazadora.
El hombre que describo andaba con una mujer, delgada, esbelta, morena pálida, la bata blanca y brillante que vestía, destacaba su palidez. Esa piel, la de su cara, revelaba haber vivido mucho, constantemente, ante el calor de una inmensa fogarada o, que presa de la fiebre que hubiera sufrido, por muchos años, tendría la tragedia febril de un paludismo incurable.
El negro conversador y extrovertido; flexible, con el rostro ladino y sonreído se hacía interesante y amable.
Yo iba de vacaciones buscando un descanso, algo distinto que me sacara de la dura monotonía de un viejo trajinar… Tomé asiento junto a la extraña pareja; inmediatamente el negro, como si me conociera de largo tiempo atrás, en un inglés que yo no entendí se manifestó solícito, agradable, acucioso, haciéndome manifestaciones de franca amistad.
Yo había depositado una garrafa de aguardiente elaborada en Medellín, capital de mi Antioquia. El negro miraba la botella con marcado entusiasmo y por señas me requirió le obsequiara un trago.
A su vez él sacó de su maletero una botella ofreciéndome, después de servirlo, beber un trago en la tapa que tenía la forma y la cavidad de una copa. Vació el líquido que yo, incauto, apuré sin cuidarme del candente brebaje que se me ofrecía. Sentí que se me incendiaba el pecho, se brotaron mis ojos llenándose de lágrimas, e hice fuerza inaudita para que mis entrañas no arrojaran aquel sedimento que me llenó la boca de espesa y amarga baba.
En aquel trance en el que debí aparecer como un bisoño adolescente que apura el primer trago de licor de su vida, el negro soltó una carcajada estruendosa y espesa que llenó la sala.
Todos los pasajeros que esperaban que el altavoz los llamara a bordo, miraron con atenta curiosidad al negro que en ese instante dejó el asiento y, erguido, mostrando una estatura inverosímil con mi garrafa en sus huesudas y musculosas manos, destapándola llevó al pico de la botella sus labios color ceniza y sumido; echando la cabeza atrás llenó su boca del contenido de mi botella y lo tragó saboreándose, sin hacer el más mínimo gesto, un fuerte trago.
Toda su cara expresaba satisfacción y burla; se relamía ladino y feliz con su lengua limpia y dramáticamente roja. Para mostrarnos su fuerza y equilibrio quitándose el amplio sombrero gris tejano y, parándose en un solo pie, alzó la otra pierna acomodando el pie girando orgulloso para que todos le miraran y apreciaran su equilibrio.
RETROSPECTIVA RELIGIOSA
Yo, nacido en una casa donde todas las imágenes de todos los santos patronos de mi barrio, de mi ciudad y de otras latitudes adyacentes, colgaban de las paredes desteñidas, mordidas por la humedad, por las cucarachas y otras alimañas que se refocilaban devorando la imagen de papel, buscando el engrudo que las adhería a la madera del marco.
El catolicismo de mis progenitores rayano en la santidad no admitía dudas ni réplicas, a las verdades eternas consagradas en sus devocionarios, severos en sus místicas exigencia y foete en mano entonaban, diariamente, el rosario y otras oraciones antes de entregarse al sueño.
Es decir; mis padres sufrían, en grado sumo, la incurable enfermedad del fanatismo, exacerbado; violento mal que deprime la mente cerrándola a toda comprensión.
El foete de mi madre caía como picante lluvia sobre nuestras nalgas cuando nos distraíamos de la oración que se repetía en voz alta en todas las casas del pequeño y pobre barrio.
Las jaculatorias se repetían integrando un canto monótono y lúgubre. En ellas pedíamos a Dios recibir en su santo seno nuestras almas si en la noche la muerte nos sorprendía en mitad del sueño.
A pesar del respeto que siempre mantuve para reverenciar y obedecer a mis padres, en mi alma de niño floreció, incontenible, un secreto rechazo por las prácticas religiosas, y casi sentí un vigoroso odio y deprecio por todas las cosas pertenecientes a la religión y al clero, que así aherrojaba y postraba el alma de mis progenitores.
Recuerdo a mi madre, santa figura que los años destructores iban empequeñeciendo, envuelta en su mantilla negra que le cubría todo el torso y la cabeza haciendo un marco negro por el que asomaba el óvalo de su cara.
Verla empequeñecida, hundida definitivamente, crédula y confiada en las predicaciones de los curas vociferantes, me resultaba intolerable.
La tremenda sumisión en que se hundieron mis padres provocó en mí, aún niño, un desprecio por todas las religiones y sus ministros; fobia por todo lo que fuera sotana y santurronería.
Busqué en los escritores –mal llamados ateos– las razones de su anticlericalismo y me purifiqué radicalmente de toda ignominia clerical que tenía, en mi tiempo, un aplastante predominio.
Concebí a Dios como una fuerza única, inmanente, indescifrable y eterna; productora de todo en la perpetuidad de la vigilancia para el resultado grande, prodigioso e incomparable de su fuerza. Dios, el omnipotente, creador de todo lo que se mueve y permanece en la infinita noche de los siglos.
El que nos transforma cuando después de la mal llamada muerte nos disuelve en partículas en el eterno proceso del Cosmos. Integrando, maravillosamente, la eterna armonía del universo.
Viendo al negro, en la sala de espera en Miami, haciendo los ejercicios de un atleta joven y experimentado acróbata, verlo como semi cerraba los ojos para penetrarme, mirándome con los hilos candentes de su luz inaguantable, se me ocurrió asociarlo con la legendaria figura del diablo.
Alguna vez, en una revista radial de mi propiedad, que dirigí desde una emisora en Medellín, titulada “Colombia y sus Hombres”, se me ocurrió hacer franca burla de ese dañino endriago que llamamos diablo.
Allí, ante los micrófonos, sabiéndome dueño de una copiosa sintonía, públicamente hice mofa de Mefisto y, ridiculizándolo, le regalé mi alma, advirtiéndole que a cambio de ella no tenía que darme nada; ni riqueza, ni juventud, ni salud, ni mujeres. De todo esto yo me sentía lleno. Contaba con una excelente salud. La mujeres me amaban y en mí siempre hubo un don Juan que supo amarlas. Dinero, yo, filosofando, siempre sostuve que rico es el que limita su ambición. Por eso Satán tampoco tenía que darme dinero, que es la causa que obliga a los desesperados por la pobreza a venderle el alma.
Si Mefisto acudía a mi llamado yo le haría, inmediatamente, escritura de mi alma, sin ningún costo como ya dije.
Esta vez en Miami, cosa curiosa, sentí mirando el negro, muy a pesar del ambiente sofocante, un extraño frío que penetraba íntimamente en mi esqueleto erizándome la piel. Yo pensé: éste es el diablo.
(Continuará)
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