Por Jesús Peláez Álvarez . 1917 - 2008.
(Crónica publicada en la Revista Historias Contadas # 84)
El negro muy interesado por mí, hizo que yo guardara en mi maleta de viaje la garrafa de aguardiente para que no me fuera decomisada al tomar el avión.
También muy sonreído y atento, ya, escuchando las llamadas para pasar a bordo, ofrecióme otro trago de su botella, trago que no acepté. Mostróme la etiqueta del fatídico brebaje y puede leer: “Trinidad Tobado, ochenta por ciento de alcohol”.
La mujer que acompañaba al negro, muy parca en palabras, pues solo, durante todo el tiempo de la espera se limitó a mirarme de soslayo. Ahora, solícitamente, con palabras que no entendí, cosa rara, me invitó a pasar delante de ella. Lo hice agradeciéndole con una significativa inclinación de cabeza la deferencia que la mujer me hacía.
Entramos al avión, yo delante, tras de mí la mujer y el negro. Casi me estrujaban para tomar el asiento que daba a la ventanilla y tomar ellos los dos asientos contiguos. Cuando la azafata, pidiendo mi tiquete, me indicó que debería sentarme un poco adelante en la sección de los no fumadores.
Tal vez llevaríamos una hora de vuelo cuando la aeromoza me trajo un trago, un Whisky con hielo indicándome la persona que me lo enviaba. Era el negro que sonreía diabólicamente y la mujer que esta vez me miraba sonriéndome francamente y que volvía mis señas de gratitud con una amable sonrisa.
El miedo que no sentía desde mucho tiempo atrás me poseyó y pensé, no sé por qué, diabólica sugestión: este es el diablo. Viene para la entrega de mi alma que le prometí ha mucho tiempo haciendo escandalosa mofa de su existencia. Este avión, pensé, sufriría un percance y no llegará a su destino. Miré hacia delante y atrás, el avión iba repleto.
A mis labios no acudió ninguna oración. El hombre que hay en mí lleno de lógicas normales y sinceras condiciones dominó el miedo y me resigné a morir. No imploré al Dios de los curas. Ese Dios que preconiza y a quien repetidamente traicionan y desdeñan. Sólo por un extraño fatalismo acepté mi definitiva salida de la vida.
El avión volaba con serenidad rompiendo con sus potentes faros la noche que ya había cerrado. Así, la perspectiva de un fatal percance fue desvaneciéndose en el ambiente general. Unos pasajeros comían y otros, ya satisfechos, charlaban con entusiasmo. El miedo a morir se diluyó totalmente. El tiempo para el vuelo estaba inmejorable. Mas que avanzaba el avión parecía estático. Así de tranquila eran la noche y la atmósfera que envolvían al jumbo en busca de su destino.
A mi lado, en los asientos a mi derecha viajaban una mujer y un hombre, jóvenes, llevaban un niño que en un principio, al iniciarse el vuelo, molestó mucho; moviéndose y agitando los brazos en todas direcciones, llorando unas veces y otras festivo y gracioso hacía, sucesivamente, la intranquilidad y alegría de sus padres. Ya el niño, dormido profundamente sobre el regazo materno, permitía el reposo. El hombre, inesperadamente, me dirigió la palabra para preguntarme qué haríamos si el avión fuera secuestrado. Le respondí con una larga disquisición sobre los aviones secuestrados, cuyos rehenes se prestan, cobardemente, a todas las exigencias de los terroristas que practican el secuestro de aviones en vuelo. Estos grupos del terror, le dije, por lo regular lo integran cuatro o seis individuos, gustan mucho de aparatos grandes como el jumbo porque son aviones con más autonomía de vuelo y muy bien equipados.
¿Cuántos pasajeros cree usted que lleva este aparato? Le pregunté; doscientos cincuenta o trescientos, me contestó inmediatamente. Pues bien, le dije, si en el momento en que los secuestradores se anuncian, todos nos arrojamos sobre ellos no alcanzarían a matar más de cuatro o cinco personas. Así, de inmediato, el problema estaría resuelto. Él me observó: la sorpresa y el miedo son factores determinantes para que las personas pierdan la capacidad de razonar. Algo íntimo, desconocido, gaseoso; paralizar. Todo acto de voluntad que se oriente hacia el rechazo o la defensa se anula; el hombre y su fuerza natural desaparecen y sólo queda una bolsa de agua, de vísceras y de músculos convertidos en una pobre melcocha palidecida y acobardada.
¿Qué haría usted en un puesto de mando, o, mejor, como gobierno, si en sus suelo se presentara un avión secuestrado pidiendo combustible, agua y demás recursos para proseguir? Le contesté de inmediato. Ese avión no partiría porque yo ordenaría, de inmediato, romperle los neumáticos. Con esto los terroristas se darían cuenta de que ya no partiría; se acabaría en ellos la prepotencia, el dominio y empezarían a pensar no en la muerte que impartirían sino en la muerte que recibirían. Su predominio y seguridad terminarían. Ya cada uno de ellos de dominante y agresivo, se convertiría en una pobre bestia aherrojada irremediablemente al frío pensamiento de la muerte.
A los pasajeros, por los altavoces les diría: Si ustedes en vez de arrodillarse, humillados, a recibir la muerte, se arrojan sobre los bellacos que los amenazan, estoy seguro que casi todos ustedes salvarían la vida. En todo caso, por mi voluntad expresa el avión no partiría. No le daremos ni combustible, ni agua, ni alimentos. Ustedes son hombres... No mueran como ovejas.
Estos razonamientos sobre secuestradores y secuestrados fueron interrumpidos por la voz de una de las auxiliares de vuelo que anunciaba la inmediata llegada a nuestro destino.
(Continuará)
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